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Chávez, mi toro

Empezando 1998 yo era un periodista joven y pretencioso, dispuesto a bombardear con arrogancia al entrevistado que se me atravesara, haciendo alardes de precisión y arrojo,y pretendiendo no solo adjudicarme un Premio Nacional de Periodismo, sino un Pulitzer directamente.

He de decir que uno atraviesa una etapa infantil en esta profesión en la que jura tener conocimiento universal y poderes sobrenaturales que le hacen inmunes al ridículo y a la muerte. Quizás influya el hecho de que los profesores de la UCV le decían a uno que desconfiara de todo y de todos y desafiara cualquier vaina.

En eso pensaba mientras mecía una piernita distraído un día de 1998 cuando esperaba a mi próximo entrevistado, en un programa matutino de radio. Mi compañera, aterrada en una esquina, comía uñas y casi se atragantaba tratando de repetir el ejercicio ese que uno machaca hasta el cansancio mordiendo un lápiz frente al micrófono, antes de arrancar la transmisión: rrrrrrrrrrrrrrr-lalalalalala-prrrrpppprrrrrrprprrrrrrr.

Yo, arrogante y desconfiado, tenía mi guion con senda batería de preguntas irrefutables y solo esperaba, como el matador anclado en el medio del ruedo, a que se apareciera el astado para confundirlo con par de verónicas, un pase de pecho y dejarlo tendido a mis pies, para la estocada final.

Nunca he tenido muy claro qué fue lo que pasó, pero cuando ese señor entró a la cabina dejando atrás una algarabía de vítores en el lobby de la emisora, y se posó ante nosotros con un liqui liqui blanco impoluto, su cutis radiante y ese verbo atronador que nos zarandeó durante dos horas a su antojo, yo no supe si renunciar definitivamente al periodismo, abandonarlo todo e irme tras su rastro por los caminos de Venezuela, o pedirle matrimonio.

De mi compañera nadie supo más nada excepto un gritico gutural que a veces se le escapaba como un gemido, mientras yo me diluía avergonzado por mi infinita ignorancia y mi vanidad petulante, tragando grueso y derramando sudor hasta formar un charco que casi me hace resbalar sobre la alfombra.

Entró como una exhalación, mugiendo, resoplando, blandiendo sus crines y lanzando cornadas como una bestia de 600 kilos, y juro que lo vi abandonar su yunta en un rincón mientras movía los belfos y relamía sus ollares.

Eso no era un ser humano: era un toro embravecido que había venido  perfumado a derrumbar todos los mitos y las cosas inútiles, para imponer un nuevo orden y encausar a un país al borde del abismo que logró sostener a tiempo y alzar al vuelo varios años después.

Yo tampoco era un ser humano: aquel día en que estuve dispuesto a destruir a mi entrevistado con el arrojo del mordaz reportero que no entendía cómo un militar podría recomponer esto, pasé de joven promesa del periodismo a piltrafa, como los matadores corneados por un toro salinero en la temporada de corridas de la plaza de Las Ventas de Madrid.

No sé si fue que alguien sacó un trapo blanco y distrajo a la bestia o yo logré zafarme en un descuido, pero para salvar el pellejo lancé 17 preguntas en ristre que provocaron sorpresa. Respiré profundo, se hizo un silencio de pocos segundos y mientras me sobaba las tres corneadas de la primera media hora del programa, me dijo “calma muchacho, yo sé que te quieres comer el mundo pero déjame ordenar mis ideas”. Pensé que le había ganado una y estaba a salvo detrás de la valla, con una raja en un muslo.

Lo que hizo fue tomar fuerzas, si mal no recuerdo embistió con terquedad delirante sobre lo dicho y no dicho, explicó la historia del país del pasado al presente y viceversa con una potencia demoledora, definió el camino de los venezolanos frente al panorama caricaturesco que se debatía entre una ex miss Venezuela y un carcamán antediluviano, enamoró a las mujeres que se asomaban por el vidrio de la pecera para luego caer desmayadas de delirio, hasta que tronó una ovación de las gradas que aún resuena en la trastienda de mi memoria, a la que he obligado en vano a borrar cualquier vestigio de aquella mañana de lidia en la que quedé postrado en medio del tendido esperando a los enfermeros y debatiéndome entre dedicarme a la granjería criolla o seguirle los pasos a aquel dios Apis del trópico.

Ni lo uno ni lo otro, pero tampoco todo lo contrario. Después de que me dio su mano y blandeó con fuerza mi cuerpo maltrecho para terminar de desbaratarme, despidiéndose como un querido amigo que se marcha a la guerra, lo vi salir al trote con la misma fuerza con la que entró, llevándose a su tropel y dejándome heridas generalizadas junto a mis opiniones políticas y pretensiones profesionales, que más bien eran ingenuas en una época en la que todavía nos manipulaban las telenovelas de las nueve.

Cuatro años después nos volvimos a ver en una entrega de premios de periodismo cuando ya gobernaba y su ímpetu arrollador lo había transformado todo. Le recordé esa faena con la seguridad absoluta de que su memoria atareada por tantos acontecimientos la había mezclado con las siglas de miles de estaciones de radio que visitó arengando al país en su primera campaña electoral. Me miró rebuscando, me jamaqueó nuevamente con su típico saludo devastador y me dejó ir como quien suelta a un gallito en un corral.

Incluso, muchos años después, cuando lo vi navegar el paseo Los Próceres sobre las olas de llanto como quien atraviesa el sagrado río Ganges en su último recorrido terrenal, no supe si aquel señor infinito con visos de animal sagrado que refundó una república, era en realidad un hombre o un toro.

Lo que sí sé es que se llamaba, se llama, Hugo Chávez.

Marlon Zambrano/VTactual.com

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