InicioCULTURA Y ENTRETENIMIENTOEllas escribieron para sanar III

Ellas escribieron para sanar III

Por Indira Carpio Olivo

La soledad es nueva para usted, Maestro: 

permítame conducirlo.

Emily Dickinson

La que escribe exagera y disminuye, nunca logra reflejar con exactitud el pensamiento, no puede describir el aleteo de un colibrí mejor que la mirada, ni reflejar el estremecimiento del primer amor más que la sublevación de los poros en el escalofrío. La que escribe no es suficiente, y no dice que es corriente como cualquiera. Escribir debería estar justificado. Gastar papel debiera tener propósito. Una palabra es una ofensa contra el árbol, un insulto contra el silencio del que se compone el universo. No habrá fósil con el que se estudien la palabras habladas. ¿De cuántas voces se componen los elementos que hacen posible el mundo, y no sabemos? ¿Sobre qué palabras nos sostenemos? ¿Cuántos gritos fueron necesarios para levantar una montaña? La impalpabilidad de una palabra es inclemente para quienes nos dedicamos a traducir el sonido en fonemas. El futuro no es alentador, ¿cómo se puede seguir poniendo una letra tras otra? Y aun así algunas personas no podemos dejar de escribir. Todo parece indicar que contar nuestra propia historia nos salva. Entonces, escribir es un mecanismo de supervivencia, una forma de estar y sentir antes de que otra mentira suceda: el adiós, el único y definitivo. En Filosofía y mística, Salvador Pániker advierte que “todo escritor (y agrego yo: escritora) consume su vida escribiendo un solo libro, un solo libro autoterapéutico”.

Las mujeres a continuación, Virginia Woolf y Emily Dickinson, escribieron tanto y se podría decir que una única obra, aunque una elaborara distintas novelas y la otra miles de poemas. Una se internó en el agua, la otra en un cuarto. De ambas todavía se hacen llaves, para liberar las jaulas: «El primer deber de una mujer escritora es matar al ángel del hogar», me aguijonea Woolf. No habrá fósil con el que se estudie la palabra, lo sabe Dickinson: “Es tanto lo que puede llegar / y tanto lo que puede irse, /y aun así el Mundo continúa”. En qué cuerpo fueron a parar.

VIRGINIA WOOLF, escritora inglesa

Ocho años después de que Virginia Woolf se llenara los bolsillos de piedras y entrara para siempre en el río Ouse, se descubrió que el litio podía ser útil para tratar el trastorno bipolar que la llevaría al suicidio. A Virginia se le empantanaron las palabras. Ya no había motivo para seguir con vida.

La enfermedad mental le había arrancado tres dientes lo mismo le arrancaba el lenguaje. Según Leonard, su esposo, durante los periodos maníacos “hablaba casi sin parar durante 2 o 3 días”, preguntaba y respondía y mantenía conversaciones con su madre. Era entonces cuando le manaban ideas que usaría en sus obras. En la etapa depresiva se negaba a escribir, menospreciando su don.

Había sido abusada por sus hermanastros desde la muerte de su madre, hasta que se casara con Woolf, aseguran algunos estudiosos. Estos abusos pudieron convertirla en mártir de su propia mente para recibir o dar afecto. “Philomela, violada por Teseo es convertida en ruiseñor y condenada a cantar su dolor sin que nadie la entienda”.

Un tío y un primo paterno, su padre y Julia, su madre, sufrieron enfermedades mentales asociadas a la depresión, por lo que el factor genético también le jugó en contra.

1895. A los 13 años sufrió su primer episodio depresivo, después de la muerte de su madre. Los desconocidos la atemorizaban, se disminuía delante de su hermana Vanessa. La crisis duraría unos seis meses. Dos años después muere Stella, su hermanastra mayor, sustituta de su madre. En casa el padre les prohibió mencionar su nombre. En 1904 muere Sir Leslie, el padre. Virginia vuelve a sentirse culpable y comienza a escuchar voces que la incitan a hacer disparates. Se lanza por la ventana.

En las fases maníacas de Virginia las ideas “manaban como volcán”, según ella misma expresaba. No sabemos si escribía para sanar. Pero podía entresacar -de sus explosiones- experiencias que le harían nutrir su ficción: “Después de estar enferma y sufrir todo tipo y variedad de pesadillas y una percepción de intensidad exagerada – mientras estaba en la cama solía inventar frases durante todo el día- y de esta manera esbozaba todo lo que creo que ahora, a la luz de la razón, intento poner en prosa”.

A Virginia los pensamientos le volaban (taquipsiquia). “Seguir mis pensamientos era como seguir una voz que habla demasiado deprisa para que la anote un lápiz; y la voz era la mía propia diciendo cosas innegables, imperecederas, contradictorias”. Y también la enterraban.

La buena crítica a su obra fue para la escritora una patente de corso de su “cordura”. Y entonces encallaba a su mente. De acuerdo a la obra que escribiese, mejoraba o no su enfermedad, tanto más exigiese de ella dolor, y testimonio de su dolor.

Virginia fue haciendo del lenguaje guarida. Una guarida en principio. Luego, ruina. En sus diarios revela el muro: “hacer más y más frases, y así interponer algo duro entre ella y la mirada fija de las doncellas, la mirada de los relojes, las caras que se quedan mirando indiferentes…”.

Escribió Al faro para exorcizar la voz de la madre y el silencio que imponía el padre. En Mrs. Dalloway se define en la locura de Septimus Smith. En Las olas describe la desconexión con su cuerpo, antes violado, “su cuerpo estaba como guardado en una milagrosa vitrina impenetrable a cualquier sonido, y la mente, libre de todo contacto con los hechos”. En su diario confiesa: “somos fragmentos y mosaicos, no entidades puras, monolíticas y consistentes”.

En Las olas, Rhoda y Bernard se suicidan yendo hacia el mar. El último fantasea con ser arrastrado por el río. En su carta de suicidio repite una frase de su ópera prima Fin de viaje. Delineaba así el camino al fondo del frío Ouse, 26 años antes. Se dice que de pequeña fue testigo del hundimiento de una mujer en el lago Serpentine de Hyde Park, suicidio del que fue testigo.

Pero, la vida “quizás, no se presta a las manipulaciones a las que la sometemos cuando intentamos contarla”. Y, entonces el muro se desvanece, se desmorona: “Las palabras se desploman de repente sobre mí”. Y sobreviene el silencio de cuando el vacío era todo y nada. En la casa de Virginia no se habla de la muerte, se muere.

EMILY DICKINSON, escritora estadounidense

«No he leído el libro del señor Whitman, me dicen que es vergonzoso”, llegó a decir Emily Dickinson. Vergonzoso para entonces era todo aquel, toda aquella que se atreviera a decir sin medidas, ni cánones, lo que quisiera expresar. Dickinson se guardó para sí, para poder ser vergonzosa en el anonimato, en el cuadrado de una habitación donde llegó a escribir más de 1789 poemas que no se atrevió a publicar, y que solo después de muerta vieron luz. Poner en las vitrinas sus poemas era además una “subasta de la mente que solo la pobreza podía justificar”.

¿De qué protegía Emily sus textos? “La pérdida que sufrí a causa de la enfermedad – ¿Fue, en efecto, una perdida? / O la Etérea recompensa – / Que uno obtiene midiendo la tumba – / Entonces – Midiendo el Sol –”. La escritora estadounidense hablaba -en y con sus formas- de un padecimiento. La imagen del sufrimiento por este mal la impelía a escribir. Pero, ¿Qué enfermedad sufría? Algunas autoras se atreven a sugerir epilepsia.

Lyndall Gordon se refiere a esta enfermedad y entresaca de sus poemas las señas que pudieran dar cuenta de ello:

En su forma completamente desarrollada, conocida como el Gran mal un pequeño desvío en el pasadizo cerebral provoca una crisis. Tal y como lo describe Dickinson: El Cerebro dentro de su surco / Corre sereno, pero entonces una Astilla se desvía y cuesta conseguir que la corriente vuelva a su camino. Pero tal torrente sacado de su curso tiene tal fuerza que sería más fácil desviar la corriente de una inundación, Cuando las Inundaciones han partido las Colinas— Y han horadado una Ruta para Sí”.

Para la época, la epilepsia era un mal innombrable supuestamente originado por una incapacidad intelectual. Y era todavía peor visto cuando lo padecía una mujer, porque era asociado a la histeria, la masturbación y a la sífilis. En algunos estados de EE.UU. estaba prohibido para las personas con epilepsia casarse. En cambio, para los hombres, era mal menor. Algunos, como Flaubert y Dostoyevski, eran considerados genios a pesar de ser epilépticos.

Emily tomaba una medicación que coincidía con el tratamiento para las personas epilépticas de entonces y procedía de una familia en la que al menos dos miembros muy cercanos a la poeta padecieron esta enfermedad.

Lyndall hace referencia a episodios en los que Emily pudo estar “ausente”, una leve forma de epilepsia, en la que el cuerpo deja de ser cuerpo para permanecer circunstancialmente en el vacío. “Una compañera de clase recordaba que a Emily se le caían con facilidad piezas de la vajilla. Platos y tazas parecía que se escurrían de sus manos para hacerse añicos en el suelo”, dice Lyndall.

Su poesía y las formas de su poema dan cuenta del espasmo:

No hay que ser una Casa — para tener Fantasmas —

No es necesario ser una Habitación —

pues el Cerebro tiene Pasadizos — al margen del

Espacio Material —

Es más seguro topar a Medianoche

con un Espíritu de fuera,

que plantar cara al que se lleva dentro —

ese Gélido Huésped.

Es más seguro profanar las Losas

al recorrer una Abadía —

que encontrarse sin Armas a uno mismo —

en Lugar solitario —

El yo que acecha tras el yo —

debería asustarnos mucho más —

Un Asesino oculto en nuestra Casa

no es tan terrorífico —

Toma el Cuerpo — un Revólver —

y cierra los Candados —

ignorando a un espectro más temible —

o Algo más —

Emily no tendría miedo del afuera, tendría control de adentro. Protegería su enfermedad y más aun, sacaría partido de ella. “Sé luego – lo que siempre has sido – Eternidad”. Escribió para ser inmortal: “Yo sólo tengo el poder de matar, Sin –el poder de morir-”. Se dice incluso que su sintaxis es producto de la ausencia.

Otra teoría hace referencia al amor homosexual que sentía Emily por su mejor amiga y cuñada, Susan Hungtinton, a quien dedicara más de 300 de sus poemas, mujer además que sería su primera editora y quien amortajara a Dickinson cuando murió, de 56 años de edad. No se reprimía, sino que a través de sus poemas podía vivir en libertad. Su amor fue correspondido:

Nosotras ambas y ni una ni otra demostramos— 

Experimentamos cualquiera de las dos y nos consumimos— 

Pues nadie ve a Dios y vive—.

LEE Más