Había una vez, dos viajeros que emprendieron la más grande de sus aventuras. Eran las cinco de la mañana y habían dormido muy poco. Alejandro de Humboldt y Aimé Bonplant pasaron toda la noche viendo el cielo a la espera del ocultamiento de Júpiter. No importó las pocas horas de sueño, ellos tenían claro su objetivo de avanzar a lo desconocido.
Con sus instrumentos, mochilas y un grupo de ayudantes, Alejandro y Aimé partieron desde las inmediaciones de la quebrada Chacaíto para iniciar un viaje hacia un mundo inexplorado pero que todos llamaban la Silla de Caracas. Una montaña majestuosa que guardaba un gran misterio para los habitantes de la pequeña ciudad caraqueña.
Ellos sabían que el camino sería tenebroso y difícil. Pero eso no preocupó a los exploradores europeos ni a sus acompañante, quienes animados le gritaron a los viajeros: ¡Adelante! iniciemos la aventura.
Uno tras otro, una fila fue creciendo hasta contar dieciocho personas caminando por un sendero muy estrecho. La montaña cada vez se hacía más empinada y los acompañantes poco a poco fueron mostrando sus dotes de grandes exploradores: lenguas afueras, piernas temblorosas y sonidos quejumbrosos hacían una orquesta de sonidos en el grupo en las horas de escalada.
Dos horas habían pasado y los excursionistas llegaban a la llamada Puerta de Caracas. La meta era alcanzar la cumbre lo más rápido posible. Los cálculos avizoraban que para tal misión, restaban 6 horas más de camino. ¡Que tortura! pensó a sus adentros uno de los más rezongones, quien se estacionó a la mitad de camino para no continuar.
Para evitar más atraso, Humboldt y Bonpland decidieron seguir adelante sin parar. Pero luego, prefirieron quedarse atrás del grupo para obligar a los caminantes seguir y disminuir la deserción. El ambiente era fresco y la mañana clara, pero como pasa en la ciudad y justo en los tiempos del mes enero, el frío empezó a saludar a los visitantes junto a una bruma que poco a poco fue ocultando el camino. Casi se perdían, pero los aventureros siempre lograban encontrar la dirección correcta.
En el camino se encontraron con gran diversidad de aves, animales, plantas, flores y árboles tanto así Alejandro impresionado dijo: “…quizá en ninguna otra parte se encuentran reunidas en un reducido espacio de terreno producciones tan bellas y notables con respecto a la geografía de las plantas…”
En muchas ocasiones la espesa bruma arropaba todo en su lugar y el temor regresaba, pero luego al disiparse, la vista mostraba lo afortunado de su recorrido. Luego de muchísimas horas y horas de camino, la cercanía de los picos y el camino que une a ambos, anunciaba un feliz término del primer objetivo de la expedición.
Al llegar, la alegría colmó por completo a todos los excursionistas. Estaban en el punto más alto de la montaña y eran las primeras personas en lograrlo. Humboldt exclamó “llegados a la cumbre, gozamos, aunque solamente por pocos minutos, de la completa serenidad del cielo…”
Aquella mañana del 3 de enero de 1800, Humboldt y Bonpland iniciaron su ascenso a la gran montaña que cubre la ciudad de los techos rojos. Un viaje que sus propios habitantes no habían realizado hasta el momento. Una subida que estuvo cargada de aventura pero, ahora, el regreso será otro cuento que pronto conoceremos.
La recreación de este relato está basado en las anotaciones realizadas en la obra Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, del naturalista, explorador e investigador alemán, Alejandro de Humboldt quien realizó un viaje por gran parte del continente suramericano entre 1799 y 1804.
Simón Sánchez/VTactual.com