Sumado al alza constante y desmedida en los precios de alimentos, medicinas y demás productos vitales para el día a día de la población, en Venezuela ahora se desarrolla un conflicto con el transporte terrestre.
Al igual que los comerciantes han hecho con los productos, los transportistas han emprendido una política de subida de precios para los traslados, sin respetar las leyes vigente, según las cuales el costo del transporte se publica en Gaceta Oficial, tras acuerdo entre los prestadores del servicio y el gobierno nacional.
El último aumento autorizado desde el Ministerio de Transporte Terrestre data de septiembre de 2017, cuando se fijó el precio en Bs. 280, aunque ya para octubre en la ciudad de Caracas comenzaron a cobrar 700 por pasaje. Más del 100% por fuera de la ley.
Solo dos meses después, el margen se incrementó: transportistas decidieron un nuevo aumento, que llevó el pasaje mínimo a 1000 bolívares, estando todavía vigentes aquellos 280 de la gaceta de septiembre. Entre finales de enero y comienzos del mes de febrero, una amenaza rondó los medios privados: inminente paro de transporte si no se aprobaba un aumento que llevara el pasaje a un total de 3 mil bolívares. Pero a medida que se aleja la ciudad capital, el panorama se complica más.
José trabaja en un ministerio cuya sede está en el centro de la ciudad. Vive en los Valles del Tuy, zona periférica a la capital. Diariamente, debe tomar un autobús para llegar de su residencia a la estación del ferrocarril, luego el Metro, hasta llegar a su lugar de trabajo. Cada pasaje le cuesta ya cinco mil bolívares, por lo cual gasta 10 mil diarios, por ida y vuelta.
Al caldo se suman las dificultades para la adquisición de dinero en efectivo, producto de la amplia red de contrabando de extracción del papel moneda: la mayoría de los bancos solo dan 10 mil bolívares diarios por persona. Por lo tanto, José tiene que ir al cajero todos los días para garantizar el pago, que no se puede hacer de otro modo sino con efectivo.
Carmen vive en Guarenas, ciudad satélite también ubicada en el estado Miranda. A ella le cobran hasta 10 mil bolívares por cada traslado a Caracas, y de regreso igual. A veces no logra llegar a su sitio de trabajo, con la ventaja de que su jefa comprende la situación y no la penaliza por sus constantes faltas a la oficina.
Pero no todos entienden tanto el problema, por lo que muchos ciudadanos se ven obligados a hacer «magia» para costearse el transporte cada día: algunos hacen «avances» en puntos de venta de comercios, que suelen cobrar porcentajes muy altos, de hasta 30%, para dar efectivo; otro, se entregan a juegos de azar buscando el papel moneda, mientras que otra opción es retirar en bancos, por taquilla. Entregan más efectivo, pero las colas son interminables, y toca sacrificar varias horas de la jornada de trabajo.
Apelando al estallido
Mientras tanto, transportistas y organizaciones de autobuses continúan presionando la situación, cuya finalidad política puede entreverse en la historia contemporánea venezolana: buscan desatar lo que ocurrió en el año 1989, cuando el Caracazo estalló, a causa de un aumento en el pasaje, en aquel entonces oficial. Pero en realidad esa rebelión popular surgió como respuesta a una serie de medidas de carácter neoliberal tomadas por el gobierno de Carlos Andrés Pérez, que sumieron al país en una gravísima crisis económica.
Sin embargo, hay cierta razón en algunos planteamientos de los actuales transportistas: problemas con la importación de repuestos que han disparado sus precios, a la par de que en los comercios los alimentos no esperan por una gaceta para que sus vendedores aumenten desmedidamente.
Pero por otra parte, si la denuncia de los prestadores de servicio fuera acompañada por respeto a otros aspectos de su parte, podría tener mayor validez: sus unidades, incluso antes del tema de los repuestos y las reparaciones, no se encuentran en las mejores condiciones; además, irrespetan leyes de tránsito y maltratan a usuarios priorizados, como estudiantes y adultos mayores.
JI