‘Sólo hay finalmente en la poesía la dicha de escribirlo. Sólo hay finalmente en el arte la dicha de hacerlo’.
Franklin Fernández.
Cuando en la segunda década del siglo XX Marcel Duchamp expuso sus primeros ready made en Nueva York, el arte contemporáneo produjo uno de sus más desafiantes intentos de ruptura con el pasado estético de la humanidad. Si aceptamos que toda insurgencia contra la tradición se corresponde con una voluntad inherente a todo verdadero artista en cualquier tiempo, resulta lógico deducir que aquél era también, como los otros, un deslinde, aunque fuese un deslinde desde lo umbilical como el mismo Duchamp se encargaría de situar y reconocer años después: el hombre nunca puede empezar de la nada, afirmó entonces, tiene que empezar de cosas ya hechas, como lo son incluso, su propia madre y su propio padre.
Pero Duchamp, como casi toda la vanguardia de la primera posguerra europea, buscaba algo más extremo: el anti-arte, la despersonalización, la voluntad de desprenderse de los sistemas tradicionales de expresión, gusto y valoración y de cuanta cárcel pretendiera constreñir los fueros de la imaginación. Así nacieron los ready-made o ‘confeccionados’, objetos industriales, intervenidos o no, aislados de su significación funcional –como la poceta que con gran escándalo del público expuso bajo el nombre de Fuente, que en sí mismos no expresaban más que la dosis de humor o de burla de su creador. En épocas anteriores -llegó a decir éste- la pintura fue un medio para llegar a un fin, ya fuera éste religioso, político, social, decorativo o romántico.
‘Ahora ha venido a ser un fin en sí misma. Éste es un problema mucho más importante que el de si el arte es o no figurativo’. Con el tiempo, el camino iniciado por él llegó a convertirse para muchos de sus supuestos continuadores -también hipotéticos renovadores- en abotargada rutina, hasta un punto en que la carga de arte desafiante que el artista francés proponía transmutóse en inexpresivo remedo y, desde luego, en inofensiva perturbación.
Por fortuna no todo llegó a ser triste parodia.
En nuestro país, por ejemplo, espíritus como el de Armando Reverón – afín de Gauguin en cierta manera- o Mario Abreu, por sólo nombrar a dos precursores de excepción, ejemplificaron claras disensiones que fueron más allá de su trabajo pictórico (porque fueron también conductas) y tocaron las puertas de inéditas formas expresivas. El primero, en la construcción de un entorno inmediato del cual el célebre ‘castillo’ fue parte esencial, amén de su mundo de objetos reinventados y su actitud, no exenta de ingenio e ironía, ante la sociedad ‘civilizada’; el segundo, con sus objetos mágicos en los que la unidad o la fusión de opuestos mediante insólitas taumaturgias develaba sin ambages, bajo el dominio de las asociaciones arbitrarias, atmósferas deslumbrantes de otra realidad.
En este universo -del que bebieran Duchamp y Reverón y Abreu, y con
más precisión el catalán Joan Brossa de quien se siente cercano- se sitúan los objetos-poemas de Franklin Fernández: ellos restituyen a la imaginación creadora su condición de desafío y pueden figurar con honor entre las manifestaciones menos complacientes del arte experimental venezolano. Como Brossa, Fernández está persuadido de que la poesía posee infinitos canales para expresarse, y más ahora cuando la imagen ocupa espacios omnipresentes en el mundo globalizado de la sociedad de consumo.
El objeto-poema de Franklin crea una suerte de ósmosis entre el significado (poder semántico) y el significante concreto (materia hecha revelación). El espectador tiene ante sí, no un encuentro fortuito entre cosas dispares –aunque pueda eventualmente ocurrir- sino una conjunción o disposición orgánica, material, provista de intencionalidad precisa y a la vez múltiple, a la manera del haikú japonés (sólo que en vez de palabras, con objetos).
Como los haikús, los objetos-poemas constituyen en esencia una
experiencia espiritual –entendiendo lo espiritual como fruto de la conciencia sensible- oculta en lo natural evidente y capaz de despertar la emoción estética. Aprehensión a la vez descriptiva y sugestiva.
‘Mis objetos buscan la analogía y la metáfora visual’, había declarado
Brossa. Mas para Franklin Fernández esta búsqueda, asimilada a sus
particulares vivencias, cercanías, visiones, travesías, enigmas, certidumbres y no escasas dosis de gracia, burla, sarcasmo o ironía, va más allá, ha sido como la invención de un prodigioso mandala. En éste, cada uno de sus integrantes constituye por sí mismo una revelación, un convite de lirismo tangible.
En su microcosmos, de cuyos elementos se adueña como si fuera un alegre despertar, ha sabido, con talento y eficacia, recrear también las máscaras de la realidad que nos interroga sin que podamos evitarlo: la del mundo al revés, es decir, la del mundo verdadero y cotidiano. De este modo los objetos recobran su condición de confidentes y su muda elocuencia ilumina la intemperie de una nueva percepción.
Para verla es preciso despojarse de vendas.
Por: Gustavo Pereira
Pereira, Gustavo: ‘Desafío y humor en los poemas-objeto de Franklin
Fernández’. Texto publicado en DÍA-CRÍTICA Nro. 3. Revista Cultural. Editorial
“El Perro y la Rana”. Caracas, 2008.
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