Quizás algunos desconozcan el ritual que hasta hace no más de treinta años significaba comprar el LP o disco en vinilo de un artista o grupo favorito y colocarlo en pickup o tocadiscos, por vez primera.
Existía toda una liturgia alrededor de este hecho, porque a partir de ese momento no sonaría igual: su leve contacto con la aguja significaba un desgaste, y aunque fuera casi imperceptible al oído, cada reproducción posterior no sería la misma, se mermaba con el uso la calidad sonora a medida que escuchábamos las melodías una y otra vez, por tanto, su primera activación era para algunos como el descorche de un buen vino que tendría, sin embargo larga duración, y al que se convocaban a amigos y cercanos.
De allí se desprendían las más raras costumbres para tratar de conservarlos intactos: algunos pasaban un algodón empapado con alcohol para alejar cualquier impureza de entre los mínimos canales por donde rasgaba la aguja; otros recomendaban cortar media cebolla y con ella barrer, en forma circular, las partículas que impidieran su paso, siguiendo el curso de las agujas del reloj (para el lado contrario “se rayaban”); y otros más osados recomendaban pasar la lengua cual esponja por su superficie antes de devolverlos estuche. Existían tantas fórmulas para su preservación como recetas mágicas para frenar la caída del cabello.
Con la llegada del disco compacto o CD todas estas maniobras perdían sentido. Según las grandes disqueras este nuevo soporte no sufría desgaste y garantizaba la fidelidad eterna del sonido. Pero lo más importante para el gran negocio de la música era que éste dificultaba su reproducción ilegal, tal como lo afirma Kees Schouhamer Immink, un ingeniero neerlandés que participó en el desarrollo de esta nueva tecnología: “La piratería fue uno de los motivos por los que la industria musical adoptó el CD, ya que durante los primeros quince años fueron imposibles de copiar”.
Para este desarrollador de la tecnología la aparición del CD representó un big bang en la era de la información: “Se introdujo a principios de los 80 y fue la primera vez que los consumidores pudieron apreciar la calidad del sonido digital. Luego vino el DVD y los mp3 y toda la revolución que supuso la transición de analógico a digital”. Lo cual repercutió no sólo en la industria musical, sino en toda la informática, pues con el paso de los surcos de vinil al sistema de decodificación binaria se abría paso a la era digital.
En el momento de su aparición el CD superaba la capacidad de almacenamiento de los discos duros de muchas de las computadoras comerciales y como era de esperar después de su debut, el CD tuvo su propia evolución: de la música pasó a reproducir programas informáticos, video juegos, enciclopedias enteras… y desarrollando su capacidad de almacenamiento, a pesar de conservar su imagen, dio paso al DVD y al Blu-Ray. Sin embargo, lo que significó su principio de traducir de lo analógico a lo digital también selló su muerte.
Desde 2008 Apple, el emporio que marca el goteo y da la pauta del mundo informático al alcance de su mano, eliminó las ranuras del lector de CD en sus computadoras portátiles; esto sella su fin con lo cual se vaticina que cualquier soporte de almacenamiento físico tenderá a desaparecer. Hoy, todo se almacena y se reproduce desde teléfonos, computadoras o secretos galpones repletos de servidores.
Ha nacido «la Nube», que desdeña lo material y pretende ser etérea. A ella van a parar todos los recuerdos, sentimientos, movimientos, itinerarios, gustos, tendencias, ofertas y tantas otras cosas que van desde el individuo a la humanidad entera o a una corporación. ¿Qué ficciones haría un Ray Bradbury si viviera estos tiempos?
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