Aprendiz de carpintería, telefonista, botones del hotel Majestic, poeta, periodista, dibujante, dramaturgo, narrador y prosista – todo un artista – , son algunos de los oficios que Aquiles Nazoa emprendió a lo largo de su vida. Nació en el barrio El Guarataro de Caracas, un 17 de mayo de 1920, sus obras están presentes en el sentir del pueblo venezolano por su sencillez e inteligencia con que supo afrontar grandes temas de la vida nacional y mundial a partir del humor. Aquiles fue un pensador revolucionario, fue víctima del exilio durante la dictadura de Marco Pérez Jiménez y de la “democracia” adeco-copeyana, militante de las ideas contra hegemónicas, con una enorme fe en el porvenir y en la riqueza espiritual de la gente: “creo en los poderes creadores del pueblo”.
Desde mi más profundo respeto rendimos tributo a este gran escritor que hizo del humor una bandera y que logró estremecer con su obra los cimientos de la oligarquía de su época.
Fatalismo
Ruperta, la muchacha que en el Llano
fue durante algún tiempo novia mía,
y que a la capital se vino un día
presa de un paludismo soberano,
ya es una girl de tipo americano
que sabe inglés y mecanografía
y que marcharse a Nueva York ansía
porque detesta lo venezolano.
Como esos que en el cine gritan: —Juupi!,
tiene un novio Ruperta, y éste en «Rupy»
le transformó su nombre de llanera…
Y es que en mi patria —raro fatalismo—
lo que destruir no pudo el paludismo
lo corrompió la plaga petrolera.
El sarampión de la princesa
A Elizabeth, princesa de Inglaterra,
como a cualquier negrita de esta tierra,
le ha dado el sarampión,
enfermedad tenida por plebeya
y que, por eso mismo, al darle a ella,
rompió la tradición.
Por muy cierto hasta ahora se tenía
– bastante nos lo han dicho en poesía –
que las princesas son,
dada su sangre azul, del todo inmunes
a esos males caseros y comunes
que atacan al montón.
Cuentos nos han contado, por quintales,
de princesas enfermas, cuyos males
son siempre de postín:
algún hechizamiento, algún letargo
o esas ganas de echarse largo a largo,
que llaman el “esplín”.
Y si hubo un caso grave fue el de aquella
princesita tan floja como bella
que veinte años durmió,
hasta que vino un príncipe en su jaca,
la despertó moviéndole la hamaca
y le dijo: – les go…
¡Ah crudeza del mundo! Así es la cosa:
Elizabeth está sarampiosa
como cualquier mortal.
Y su rostro, a la luna parecido,
por causa de las ronchas ha sufrido
un eclipse total.
Así pues, los discípulos de Apolo
que han visto a las princesas sufrir sólo
males del corazón,
se llevarían una gran sorpresa
si llegaran a ver a esta princesa
¡con esa picazón!
Amor, cuando yo muera…
Amor, cuando yo muera no te vistas de viuda,
ni llores sacudiéndote como quien estornuda,
ni sufras “pataletas” que al vecindario alarmen,
ni para prevenirlas compres gotas del Carmen.
No te sientes al lado de mi cajón mortuorio
usando a tus cuñadas como reclinatorio;
y cuando alguien, amada, se acerque a darte el pésame,
no te le abras de brazos en actitud de ¡bésame!
Hazte, amada, la sorda cuando algún güelefrito
dictamine, observándome, que he quedado igualito.
Y hazte la que no oye ni comprende ni mira
cuando alguno comente que parece mentira.
Amor, cuando yo muera no te vistas de viuda:
Yo quiero ser un muerto como los de Neruda;
y por lo tanto, amada, no te enlutes ni llores:
¡Eso es para los muertos estilo Julio Florez!
No se te ocurra, amada, formar la gran «llorona»
cada vez que te anuncien que llegó una corona;
pero tampoco vayas a salir de indiscreta
a curiosear el nombre que tene la tarjeta.
No grites, amada, que te lleve conmigo
y que sin mí te quedas como en «Tomo y obligo»,
ni vayas a ponerte, con la voz desgarrada,
a divulgar detalles de mi vida privada.
Amor, cuando yo muera no hagas lo que hacen todas;
no copies sus estilos, no repitas sus modas:
Que aunque en nieblas de olvido quede mi nombre extinto,
¡sepa al menos el mundo que fui un muerto distinto!