Nos enteramos en Falcón, durante un viaje de “vacaciones”. Era más bien una escapada, honestamente. Estábamos donde la familia de Yema, la noche anterior de nuestra vuelta a Caracas, cuando la prueba dijo que sí, que vendría nuestra primera cría. Sentimos la genuina alegría de quienes consuman una decisión seria, que redefine todo.
Hacia el tramo final del embarazo, una doña nos dijo en la farmacia cerca de la casa que este era “el peor momento” para tener bebés. “Es que no se consigue nada”, decía ella. Hacía especial énfasis en la falta de leche. Nuestra única respuesta era que en la teta está todo lo que la bebé necesitaría para iniciar su tránsito por este mundo. Pero la señora, médica (según nos dijo, muy a pesar de sus reflexiones), se encargó de soltar dos bombas de la esclavización que el mercado nos impuso: “Sí, claro, no le vayas a dar leche para que tú veas qué dientes va a tener”, y la mejor de todas: “La teta no es leche, eso no alimenta”.
El parto, muy a pesar de las mayorías que se enteraron de la decisión y la consideraron una locura, se dio en la Maternidad Concepción Palacios, hospital ubicado en la avenida San Martín. Todo fue muy rápido, incluyendo la asignación de una habitación. Siempre dieron un buen almuerzo a la paciente. Vacunaron puntualmente a la bebé, le hicieron la prueba del talón. Además, hay política pro lactancia materna en el hospital, así como acompañamiento de doulas en caso de que la paciente lo requiera.
De hecho, consumado el parto, quien salió y habló conmigo fue una doula. Me contó que todo había salido muy bien, se puso a la orden para lo que fuera necesario, y explicó lo que vendría a continuación.
Previamente habíamos acordado acompañamiento de una amiga que estaba haciendo parte de su residencia en ese momento en el hospital, para que acompañara y apoyara. Y, si bien fue de mucha ayuda –cuenta Yema– tener una cara medianamente familiar allí, resultó no ser indispensable.
Quienes se encargan de la certificación de nacimiento en la Maternidad pasan por las habitaciones para recabar la información necesaria de la madre, así como las de cada bebé, incluidas las huellas. Así evitan que, como yo pensaba que sucedería, la madre tuviera que bajar hasta el sitio para el trámite.
Durante esa ronda fue que Yema supo de algo que, en un país donde –según medios colombianos– se cerró la frontera con Colombia para luego maltratar a la inmensa masa migrante del país hermano, resulta muy loco: “Mi compañera de cuarto, colombiana, del Chocó, que parió una nena hermosa, a la cual le habían colocado sus vacunas y la había atendido la pediatra el día anterior, resulta que no tenía ni C.I. ni pasaporte. Igual le hicieron su certificado y siguió recibiendo todos los beneficios….como debe ser”. Quisiera ver cómo le va a una indocumentada en otro país, especialmente en el maravilloso primer mundo.
Otra vecina de cama, que recibía muy pocas visitas y aparentemente pasaba por una situación de violencia en su hogar, prefería quedarse en el hospital que volver con su bebé al lugar que habita: aquí tenía compañía, apoyo emocional.
“La teta no alimenta”
Nuestra primera derrota, por así decir, tuvo que ver con la lactancia. Por razones anatómicas que no viene al caso explicar demasiado, no ha funcionado del todo bien. Muy a pesar de nuestra decisión de alimentarla exclusivamente con la teta, ha sido imposible, más allá de cursos, talleres, explicaciones y millones de consejos.
Ha tocado darle la tan odiada fórmula, insisto, muy en contra de nuestra voluntad. Sí, es muy complicado conseguirla en estos momentos en Venezuela: o hay que cazarla en las colas o hay que agachar la cabeza ante el bachaqueo, o arriesgarse a intercambiar con cualquier aprovechadx de turno. Por fortuna, ninguna de esas cosas nos ha tocado hacer (a la que menos pensamos sucumbir es a la del bachaqueo).
Y aquí entra un detalle para nada marginable de la verdadera naturaleza del pueblo venezolano, a pesar de que exportemos lo peor a Panamá, por ejemplo: la solidaridad. Gente que estuvo de viaje, alguien que haya por retruque comprado buscando otra cosa; otras parejas que han logrado acceder a fórmulas, todo el mundo nos ha apoyado en conseguirla, y hasta de regalo, sin chantajes, sin aprovecharse, en fin: sin bachaqueo.
Pero también ropa, coche, corral, cuna, gavetero, entre muchas otras cosas, han llegado a este hogar como muestra de la inagotable solidaridad venezolana, esa que sale más –seguramente como el necesario contraste para vencer– en los “peores momentos”.
“En este país no hay medicinas”
Fuimos a vacunar a Dauna, la segunda tanda. Lo hicimos en la Clínica Popular de El Paraíso, construida recientemente. La atención, sin desperdicio; fue tan buena que hasta sus padres salieron con sendas vacunas en los brazos: hepatitis y toxoide. Todo gratis, todo con sonrisa de quien nos atendió. Una vacuna ronda los 6, 7 mil bolívares en un privado, nos comentó ella en algún punto.
Y hablando de privados: las consultas prenatales las hicimos en uno. Estábamos muy predispuestos, porque si algo sabemos es que la medicina privada, como todo lo privado, se trata de plata. Pero resulta que este pana, al que llegamos por retruque –era diciembre, todos los consultorios estaban full, y caímos ahí ya ni se cómo– nos atendió con una dedicación inusual y extraordinaria. Full escaneo en el eco, total reconocimiento de nuestra existencia como gente, no como clientes.
La siguiente cita fue aún más sorprendente: por varias razones, no pudimos concretar en la fecha de enero que habíamos acordado, y cuando finalmente lo logramos, nos convocó en otro sitio: no solamente era más cerca, sino que ahí no cobraba ni la mitad de lo que en el primer sitio.
La atención era igual, y hasta más cercana. El lugar siempre estaba lleno de mujeres ansiosas por chequearse con Jesús. Esa primera vez en el nuevo recinto, había tantas que se nos hicieron más de las 10, bien entrada la noche. Éramos la última consulta. El tipo nos dio la cola hasta el Metro, que no estaba tan cerca del edificio.
Y reitero: tanta atención por mucho menos de lo que cobraba en el otro lugar. Esa tarifa se mantuvo estática, a pesar del dueño de la oficina, a quien Jesús le alquilaba un par de días por semana, hasta que ya no se aguantó más: subió la tarifa para las últimas consultas y se retiró de allí. “Qué país solidario”, diría un pana del sur del continente.
“Y alimentos, y pañales, tampoco hay”
Jesús no es propiamente el tipo de médico “jipi” que quienes conocen a padre y madre de Dauna pensarían que nos convencería tanto de mantenernos con su control. De ahí surge otro episodio importante de este andar: con la situación de los alimentos en el país, él siempre hacía énfasis en la alimentación de la madre.
La primera vez se sorprendió de lo que comíamos: verduras, tubérculos, muy poca harina, nada de azúcar, y además voluntariamente. Siempre insistimos en lo bien que nos alimentábamos, a pesar de la “escasez”. Ya por la quinta cita, más o menos, se veía medio aburrido porque el embarazo era “perfecto”, en sus palabras: nunca pasaba nada que generara la más mínima alarma.
Finalmente, en el tramo decisivo, llegó a una conclusión inapelable: se debía a la alimentación. No hizo falta que lo dijera explícitamente, así de naturalmente lo aceptó. Incluso, sabiendo que no somos precisamente fans de los medicamentos industriales, cuando se acercaba la fecha, mandó a Yema a tomar carnitina, que es algo que produce naturalmente el cuerpo de la madre, para la maduración de los pulmones de su bebé. Solamente por si se llegara a adelantar, alegó él, y completó: “No tiene químicos”. No solamente lo conseguimos en la farmacia más cercana de la casa, sino que no era demasiado cara.
Cuento todo esto porque, en un país inmerso en una terrible crisis humanitaria, un lugar invivible y casi inhóspito, todo esto debe ser algo que nos hemos inventado en nuestras cabezas. Pero no, resulta que de verdad todo va así de bien, muy a pesar de Maduradas, La Patilla, CNN, Caracol y demás bodrios de la descomunicación de guerra.
¿Y los pañales? Bueno, desde el principio decidimos que usaríamos de tela. Aseguramos desechables para el principio, porque los de tela que compramos eran un poco grandes para una recién nacida, y ya.
También llegaron otros desechables, por las mismas vías que la fórmula, que hemos ido utilizando solamente para las salidas, y para la noche. Los de tela, cabe destacar, son ajustables, han ido creciendo con ella, y no la irritan. Se lavan muy fácil y hasta bonitos son.
Publicado originalmente en laculturanuestra.com