Una niña pregunta –el rostro iluminado, esperanzado- por un jamón de marca Plumrose. Una escena a continuación, después de haber recibido un “se acabó” por respuesta, nos presenta a la misma niña, cabizbaja, recorriendo calles iluminadas por la navidad. A su alrededor, más que personas vemos manos, muchas, cargando cajas con lazos de regalo, o bolsas. La felicidad está ahí, entre los paquetes recién comprados.
En paralelo, el dueño de la charcutería se ha quedado muy triste por ella, y hace una llamada “mágica”. En un camión, rotulado con el nombre de la marca bien grande, llega una caja a las manos del señor, que acto seguido la lleva a la casa de la niña: es un jamón Plumrose, la empresa salvó el día, la navidad entera y la integridad emocional de la niña, que ahora recorre dando brincos de felicidad las mismas calles que antes.
Si usted tiene entre 20 y 30 años, es venezolano y tenía un televisor en su casa, seguramente creció viendo esto cada diciembre. Y en el mejor de los casos podría haber sospechado de las emociones de esa niña.
Más recientemente, la Coca Cola decidió vender una idea central para las fiestas decembrinas. “Regala lo mejor de ti”, era el lema, aunque no se trataba de un llamado a la solidaridad o fraternidad. A través del breve comercial, descubrimos de manera sorprendente que “lo mejor” que uno tiene para dar es una botella de Coca Cola bien fría. Sin ella, no hay cena en familia.
Expresiones como estas, amparadas en un amplio aparato mediático que sirve de bombardero de imágenes, videos, audios y cuanto producto publicitario aparezca, han consolidado con los años la idea de que las fiestas tradicionales, en este caso la navidad, son la ocasión perfecta para una vida plena: la de quien compra lo que quiere.
La niña de Plumrose (ya ella no existe en sí misma sino como apéndice de una marca) se ha multiplicado, y la navidad se ha convertido en un poster corporativo que reza: nadie más contento que niño con juguete nuevo. Carita sonriente, caja con lacito y todo mundo feliz. Y con niño nos referimos en realidad a seres humanos en general, porque el deseo que nos configuraron opera en todos por igual, simplemente cambia el “juguete”.
Así, vemos como año tras año los comercios son abarrotados desde que comienza el último mes: la gente gasta cuanto tiene –y mucho más, gracias a la solidaridad de los bancos, siempre dispuestos a venderte deuda- en ropa, calzado, aparatos electrónicos, juguetes y demás accesorios de consumo que el mercado esté dispuesto a vender. Todo por ser la niña del final, la que pudo acceder a su felicidad, y no la que pasea tristemente mientras otros compran.
Cuenta la leyenda que hubo otros tiempos: la felicidad era pararse tempranito, pilar el maíz (hasta en eso el consumo nos atrapó) y no descansar hasta que la última hallaca estuviera lista, ya entrada la tarde. Después, el fruto de tan colosal esfuerzo era compartido con vecinos cercanos, que retribuían con sus propias hallacas, dulces u otras preparaciones. Nadie pensaba: “Mi hallaca costó más que la que me dio fulano”.
Pero llegó la televisión, el internet, la obsolescencia programada, y con ellos la nueva felicidad: tener los zapatos de Michael Jordan, el muñeco de la película del año, el iPhone 7 o el perfume de Shakira.
Celebrar el fogón o la sazón de las hallacas de la abuela, terminó siendo el equivalente a un niño que llora frente a una vidriera que muestra un juguete que nunca tendrá. El que compra sí tiene una navidad verdadera: en su mesa, los dulces vienen empaquetados desde Miami, no provienen del sudor de unas manos queridas; probablemente, lo mejor de su abuela no era ya hacerle un postre especial. Pero en esa mesa no faltaría una Coca Cola, ni llegaría el día 25 sin algún juguete nuevo, para niños o adultos.
JI